viernes, 19 de enero de 2007

Nosotros, los Otros

En la película Los Otros (2001), Nicole Kidman es una mujer que vive con sus dos niños fotosensitivos en una casa encantadora en la isla de Jersey, donde aguarda la vuelta de su marido, que se ha ido a luchar en la segunda guerra mundial. La casa parece embrujada hasta que el espectador ve la realidad del punto de vista de los aparecidos.

Una inversión de perspectivas similar es necesaria para dar el próximo paso en esta serie de reflexiones hacia una ética. Hemos visto en la ultima entrega el conflicto entre como nos vemos y como nos ven.

El problema que conlleva ser el arbitro de mi mismo es que no puedo verme del todo, ni físicamente. Me dicen que los elefantes, cuando se les muestra un espejo comienzan a moverse para ver partes traseras que nunca pueden ver de otra manera.

El problema con el pensamiento de masa es obvio una vez que uno lo pone en contexto. Entre los grupos de adolescentes, de las cuadrillas masculinas a las pandillas femeninas, hay una tendencia autoritaria a exigir a los miembros un estilo uniforme de ropa, de discurso y de comportamiento, generalmente conforme al capricho del varón o la hembra alfa. Sucede precisamente en el período del desarrollo personal en el que la imagen de si mismo es más débil y maleable. El resultado es a menudo el comportamiento antisocial, uno mismo-destructivo que arruina vidas.

En el mundo adulto tenemos el mundo de las modas, que tiraniza la apariencia y vestimenta, principalmente los de la mujer. También tenemos el organization man de William Whyte, quien describió en 1956 al conjunto de tales individuos, como
“gente que trabaja solamente para la organización. Aquellos a los que me refiero pertenecen a ella también. Son personas de nuestra clase media que dejan su hogar, espiritual y físicamente, para tomar los votos de por vida en la organización, y son ellos los que son la mente y el alma de nuestras grandes instituciones que se autoperpetuan.” (traducción mía)
Hace acordarse de los sacerdotes católicos, lo que nos lleva a la tercera posibilidad, el terapista.

El problema que conlleva el terapista (que en otras épocas fue el sacerdote y chamán, el oráculo y el vidente) es que actúa en función de su propio orden del día, que bien puede ser muy distinto de nuestras propias metas. Los sacerdotes y los chamanes eran, como los artesanos y los escribas, dependientes en la generosidad y el placer del rey, pues no producían su propio pan, ni aportaban protección al reino.

El terapista de hoy es más libre, pero queda vulnerable a la corrupción pecuniaria -- viene demasiado bien ese honorario que cada semana por años sin fin aportan los pacientes que supuestamente no han llegado al punto de no necesitarlos. Además los terapistas funcionan conforme a las modas de su profesión y, colectivamente, son los organization men paradigmáticos de la sociedad, a partir de su poder de encerrar a la gente en un manicomio. (Y, al hablar de poder, no nos olvidemos de Aristóteles y su pensar acerca de la potencia y el poder.)

No obstante, el terapista ideal es un observador entrenado y de experiencia. Como periodista, que es otra ocupación ejercida idealmente por el observador entrenado y de experiencia, recibo a menudo la queja de que cualquiera hoy en día puede conseguir su propia información por si mismo. El periodismo no es, sin embargo, la mera recolección de datos, sino el tamizar para descubrir qué es engaño, qué error, para llegar al bosquejo preliminar de lo sucedido.

Algo similar puede decirse del terapista ideal. Éste es alguien a que investimos con el potencial de ayudarnos a discernir quiénes realmente somos, lo que realmente deseamos hacer y ser en nuestras vidas. Lo principal no es, al menos no debe ser, el terapista, sino el proceso terapéutico.

Su esencia fue capturada en una vieja broma: ¿Cuántos terapistas se necesitan para cambiar una bombita? Uno, pero la bombita tiene que querer cambiar.

En el fondo, no es el terapista quien nos presenta un cuadro de nuestro ser, sino aquella persona cuyo escuchar activo nos permite reorganizar el cuadro de nosotros mismos que teníamos cuando lo fuimos a ver.

Y no es necesario que sea un especialista con credenciales y licencia. Puede servirnos lo mismo una buena persona, o un buen libro. Todo lo que realmente necesitamos es un “espejo activo” que nos permita vernos como nos ven y salir de nuestro claustro interno para transformarnos en lo que quisiéramos.

Concluyo que para revelarnos una imagen propia verdadera, necesitamos entablar una relación interactiva con algún Otro o Algo que alumbre, aunque sea en una luz ténue, lo que aparecemos ser, para distinguir y ser quienes queremos ser.

En otras épocas ese Otro se personificaba en un dios, o un intermediario poderoso, al que la gente cedía su independencia porque se sentían como barriletes, impotentes en los vientos del destino. Hoy, pienso, las cosas son diferentes.

Los Otros pueden emanar de nuestro interior, desafiándonos, mostrándonos lo que no queremos ver, o puede ser alguien externo, convocado por la voz interna. Como en la película, puede resultar que somos nostros los Otros.

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