martes, 26 de noviembre de 2019

Fidel y yo

[Lo siguiente es una traducción de una entrada en mi blog en inglés escrito en el 2016 cuando falleció Fidel Castro.]

A mediados de abril de 1959, cuando aún era un niño de primaria, tuve la oportunidad de reunirme con un personaje que acaba de morir. Muchos años después, esa persona aún afectaba al mundo.

Sucedió más o menos así.

En ese momento, mi padre era diplomático en Washington, D.C., enviado por el gobierno del Presidente Arturo Frondizi de Argentina.

Dada mi edad, no sabía mucho sobre el trabajo de mi padre. Era, como siempre, algo relacionado con la economía. Mi padre me había enseñado la ley de la oferta y la demanda. En un libro de historia infantil leí algo sobre un tal Karl Marx y su seguidor Vladimiro Lenin que había causado revuelo en el mundo de los adultos.

Todos estábamos en medio de una Guerra Fría con la Unión Soviética, con la posibilidad de una guerra nuclear. Todo esto era muy complicado, interesante y aterrador al mismo tiempo.

Años antes, en Nueva York, donde nací, sorprendí a las monjas en mi escuela el día en que la maestra nos preguntó qué hacían nuestros papás como parte de una lección sobre la idea de trabajar, y yo respondí "es un comunista ". Mi madre me preguntó al respecto y logró entender que lo que había querido decir era "economista". A mi edad las dos palabras eran muy similares. Mi padre no era comunista, ni de lejos.

Pero eso fue antes del episodio sobre el que escribo, que fue en 1959, meses después del triunfo de la insurrección cubana dirigida por Fidel Castro (y, curiosamente, equipada por nada menos que la Agencia Central de Inteligencia de los EEUU). En abril, Fidel vino a Washington durante 11 días para reunirse con funcionarios, pero también para visitar la capital.

Debe entenderse que en abril de 1959 a Fidel Castro todavía no se le conocía públicamente como comunista. Era un héroe para casi todos. Richard Nixon, que había debatido con Nikita Khrushchev de la URSS, lo declaró "casi ingenuo en asuntos ideológicos" después de entrevistarlo.

Fidel había derrocado a un dictador, uno de los tantos en los años 1940 y 1950 en América Latina. Figuraban en el panteón de la época, según quien hablara, Getulio Vargas de Brasil, Juan Domingo Perón de Argentina, Marcos Pérez Jiménez de Venzuela, los tres Somozas de la dictadura dinástica en Nicaragua, Rafael Leonidas Trujillo de la República Dominicana, François Duvalier de Haití y, por supuesto, Fulgencio Batista de Cuba. El dictador cubano había sido uno de esos diregentes más o menos demagógicos, megalómanos, que censuró a la prensa y prohibió las críticas, ideológicamente ecléctico, y favoreció socioeconómicamente a quien quiso.

En ese momento, mi familia estaba buscando una casa y, mientras tanto, nos estábamos quedando en un hotel donde se hospedaban muchos diplomáticos y grupos extranjeros. Yo era un niño multilingüe, gracias a mis experiencias en Suiza, que hablaba con todos. En ese sitio conocí a un grupo de jóvenes cubanos, hombres y mujeres jóvenes de unos 20 años más o menos, que me adoptaron como mascota y me invitaron a todas partes.

Fidel llegó a la ciudad y mis amigos cubanos estaban felicísimos, diciéndome que iban a ir en la caravana de autos que acompañaría al nuevo presidente cubano a visitar la casa de George Washington en Mount Vernon, Virginia, a una hora de Washington.

Quedé atrapado en la emoción y corrí con uno de ellos para rogarle a mi mamá permiso para ir con ellos. Mi madre tenía dudas pero la convencí. Llegó el día y ella me hizo ponerme un traje, ponerme gomina en mi cabello para hacerlo rígido como una roca, y me fui, montando en el capó de un convertible como modelo de desfile, con los pies en el asiento trasero sujetados por dos de mis amigos cubanos.

Llegamos a Mount Vernon y después de esperar en la fila me encontré frente a un hombre con barba que me parecía muy alto. Le hablé tal como mi madre me había dicho, que mis padres y abuelos extendían las felicitaciones de Argentina. Me dijo algo más que no recuerdo y me instó a decirle algo de lo que pensaba.

Y así salió, de no sé donde, mi pedido: "Me gustaría un uniforme como el tuyo".

Él sonrió, le dijo a algunos de los hombres a su alrededor que tomaran mi información y me enviaran un uniforme. Yo eme puse contento. Fidel Castro me enviaría otro atuendo para jugar, junto con mi ropa de vaquero y mi soldado de la guerra civil estadounidense y mis uniformes de béisbol.

En poco tiempo nos mudamos y terminamos en Buenos Aires. Mi padre en poco tiempo se convirtió en asesor de Frondizi en la Casa Rosada, la versión argentina de la Casa Blanca. En ese cargo participó en una reunión privada con el Che Guevara, este último en su calidad de Ministro de Industria de la República de Cuba, y en un encuentro más protocolar con Fidel Castro en Punta del Este, Uruguay. Nadie me dijo lo que se dijo en reuniones de tan alto nivel. Y según diarios que recordaron el encuentro cuando mi padre falleció, nadie había sabido del momento.

Años más tarde, alrededor de 1990, me encontré, como portavoz del Consejo de Asuntos Hemisféricos en Washington, defendiendo en televisión el fin del inútil bloqueo económico de Cuba, una realidad que aún no ha sucedido, a pesar de la reanudación de las relaciones diplomáticas. entre Cuba y los Estados Unidos.

Desde mi punto de vista, Fidel fue menos nefasto de lo que dicen los que lo odian, pero también menos espectacular de lo que piensan los que lo adoran.

Indudablemente, como explicó el economista brasileño Celso Furtado, el éxito socioeconómico de Cuba en la eliminación de la pobreza extrema que todavía afecta a países latinoamericanos mucho más grandes es un ejemplo que debería inspirar vergüenza en todos los gobiernos del continente. Por otro lado, debería haber alguna forma de lograr logros similares sin un régimen estalinista.

Hoy, sin embargo, cuando me llegaron noticias de la muerte de Fidel, tengo una queja diferente: ¡nunca me envió el uniforme de guerrillero cubano que había pedido!