viernes, 26 de agosto de 2011

A la espera del próximo huracán ...

El huracán Irene se acerca a Washington y Nueva York y me acuerdo de su congénere Isabel, en el 2003: cuatro días y noches sin electricidad. Me hizo acordar lo que es vivir sin las comodidades de una ciudad del siglo XXI.

Lo político es personal, el movimiento feminista nos ha enseñado, y en esto no hay excepción. Mi primer encuentro con apagones sucedió en un país latinoamericano en el que ese vínculo me quedó clavado.

La red eléctrica de la parte de la ciudad en que vivía no era más débil, peor cuidada, que la de mi ciudad natal. Esas primeras experiencias aterradoras, con velas y linternas y tropiezos en la oscuridad, no tenían nada que ver con la ineficiencia que se achaca al latinoamericano.

Era un problema político.

El sindicato de la energía eléctrica estaba en un tira y empuje con gobiernos militares a los que los derechos de los trabajadores a ganarse el pan les era un inconveniente. Por lo que se fue a la huelga. Una y otra vez. Cada vez que se ponían en huelga, se ocupaban de que los apagones se dieran en los barrios residenciales de las familias de generales, diplomáticos, ejecutivos y otros profesionales. ¡Que se jodan!

En contraste, en la Nueva York de los 1950, en la que había vivido desde la infancia, los apagones habían sido un fenómeno desconocido, al menos para mí. Quizás haya sido la vida de mis padres, tal vez suerte, tal vez nostalgia. Estados Unidos era, o parecía, un país distinto, de trabajo fuerte, eficiencia empresarial y trato equitativo (yo era, y soy, blanco).

Ahora, tras 30 años de un individualismo desenfrenado en el que nada importa si no trae dinero, poder y orgasmo, Estados Unidos de América se va hacia Estados Unidos del Tercer Mundo.

Es un país en el que un actor mediocre y anciano pudo fingir ser presidente, mientras se robaba y despojaba a las clases trabajadoras. Un país en el que tres tipos con ganchos de plástico lograron controlar un avión para chocarlo en el estado mayor de las fuerzas armadas de mayor peso mundial. Un país en el que la desigualdad ecónomica hacia el 2006 era tan grande como la de 1928, a pesar de una generación de posguerra que llegó a casi eliminar la pobreza.

Ya sé como terminó Roma.

No fue el día contundente en el año 476 en el que fue saqueada la ciudad por extranjeros. Tomó un siglo, del 49 a.c al 64 de nuestra era, liquidar el antiguo ideal republicano y erigir en su lugar un imperio de rapiña. Y pasaron 400 años de erosión paulatina hasta que de Roma no quedaba más que un recuerdo y unas ruinas.

No es cuestión de quejarse. Me fascina estar en primera fila de platea ante el teatro de la entropía en la cúspide estadounidense. Y si, de acuerdo, peor la pasan los miles de millones en las chozas de chapa de las "villa miserias" o "favelas" de todo el mundo, para quienes la electricidad es robada o desconocida.

El lujo global que se ha dado por sentado en las grandes ciudades modernas y ricas (Nueva York, Londres, Hong Kong y demás) es frágil. Lo que le sobra a una familia mediana de Washington (ya sé, hay pobres, les he llevado comida) basta para alimentar a toda una aldea africana.

Aún más. Un periodista que fue de corresponsal a Afganistán contaba que los afganos se reían cuando trataba de explicar por qué estaba él allá con las tropas occidentales. La idea de una ciudad de rascacielos (y mucho menos la idea de dos aviones estrellados contra ellos) les parecía un cuento de hadas. ¿Rascacielos? ¿Aviones? No hay paralelo en las vidas de quienes no han visto un edificio de más de tres pisos y no vieron el ataque de hace 10 años por televisión.

Pasé cuatro días con tecnología al nivel de la de ellos y me resultó insoportable. ¡No podía prender la compu!

Si, me consta que se puede vivir sin compu y sin muchas otras cosas. Hasta el 2002 había pasado 25 años sin televisión y sin auto (inaudito en este país), hechos que cambiaron por motivos que no vienen al caso.

Hace ocho años me asombró la televisión en color. No sabía manejar en las playas de estacionamiento de los centros comerciales suburbanos. Pero no creía que había pasado a formar parte de esa "normalidad" fofa y satisfecha de este país; hasta el Huracán Isabel.

Tengo demasiado. Dependo de sistemas frágiles a cargo de gente perezosa y sin escrúpulos. Desperdicio recursos a los que no tengo derecho razonable. Mi buena suerte debe dirigirse en mayor grado para beneficio de la comunidad global.

Ese fue el legado de Isabel, el huracán, similar al de Isabel, la reina de España que envió a Colón a América. Claro, Colón no descubrió nada. América no era un nuevo mundo despoblado. Sin embargo, para Colón lo pareció, como fue para mi un despertar aquella tormenta de hace ocho años.

¿Qué aprenderé este domingo que viene?


Nota: Esta entrega se basa en la primera que compuse en mi blog en inglés, en el 2003. Pienso adaptar algunas otras para los lectores de habla hispana.