sábado, 30 de enero de 2010

Lo Magro y Lo Macri

Increíble descubrir en diciembre que los problemas municipales de Buenos Aires están atrapados en los engranajes de la contienda entre Maurico Macri y Cristina Kirchner. Pero es más o menos lo mismo que acá, en Washington, DC: los blancos republicanos en el Congreso le niegan la autodeterminación a los habitantes, en su aplastante mayoría de origen africano.

Cae la nieve mientras escribo. La vereda es un arenal que, en lugar de ocre y quemante, como los bordes de las calles de Pinamar, es blanca y fría.

Se me ocurre que hay semejanzas y contrastes similares en el manejo del poder en Buenos Aires y Washington. No se puede hablar de Buenos Aires sin hablar de Rosas, los ingleses y Perón, como no se puede hablar de Washington sin hablar de Lincoln, los que mandan y Martin Luther King.

Confieso que por odiado y autoritario que sea Macri, creo comprender su cosmovisión, es decir, lo que los filósofos alemanes llamaban la Weltanschauung. Me sorprende, al tratar de averiguar quién es este susodicho tan puteado, descubrir que entre el jefe de gobierno de Buenos Aires y mi menos mentada persona hay paralelos existenciales.

Nos formamos en el mismo colegio secundario, brevemente cursé estudios en la universidad de la cuál se graduó, y él tomó, sin duda, la impaciencia empresarial de su padre, que proviene de la misma frustración que he vivido al ascender (descender, dicen las malas lenguas) en el periodismo de reportero raso a director de publicaciones con responsabilidades empresariales.

Me identifico: Buenos Aires es un bache lleno de cinismo porteño donde haría falta una buena escoba para barrer los escombros y comenzar de nuevo; todo ordenadito y con buena letra.

Por otra parte, he seguido la trayectoria de mi amiga Diana Maffia, diputada en la legislatura porteña, que no es kirchnerista pero sí le critica justamente a Macri, su veto tácito a las leyes aprobadas, su atropello a la vida privada de los ciudadanos y su tendencia a sucumbir a la tentación autoritaria que le presentan elementos policíacos tenebrosos.

Con Diana comparto un amor a la filosofía, es decir, a la búsqueda de la verdad, y poco más. Le he tomado el pelo por su dedicación a temas un tanto cósmicos para una legisladora municipal, pero estimo que es un ejemplar del ave más raro en la política: una persona honesta. Por eso mismo, concuerdo con ella que probablemente no dure en su puesto actual más de su primer término.

Quedaría paralizado en un poco de esto y otro poco de aquello, si no fuera por la observación cinemática de un equipo canadiense dirigido por la crítica social Naomi Klein, que produjo el documental The Take (La Toma). Klein nos muestra la compra de votos por parte de la maquinaria peronista kirchneriana; asimismo filma el amago de cambio en una nueva generación que dice reusar soluciones a través de los votos y el foro cívico, para centrarse en las instituciones económicas y lo que Hegel llamara la sociedad civil.

Con todo, infunde esperanza.

jueves, 21 de enero de 2010

Insignificancia Maravillosa

La noticia que las Cataratas del Iguazú representan a la Argentina en un concurso mundial para elegir las "siete maravillas" del mundo actuales me remonta a mi abuela materna y su dictamen en 1962 que la Piedra Movediza de Tandil, su ciudad natal, era una "maravilla".

¿Qué pensarán en Brasil y Paraguay de la supuesta nueva maravilla argentina?

Podría ocurrírseles que al chauvinismo de la Provincia de Misiones se le fue la mano. Como puede ocurrírsele al que visita a Buenos Aires que el río "más ancho del mundo" es en realidad un estuario. Y menos mal que nadie se jacta que el Obelisco ...  bueh, ni hablar.

Nos rebelamos ante lo chata y pobre que es nuestra realidad, y que son nuestras vidas, nuestras preocupaciones. No aceptamos que somos hormigas en el mundo, transitorias y sin sentido.

Inventamos maravillas y mitos para convencernos que no somos así.

viernes, 15 de enero de 2010

El No de los Argentinos

Tomo el título de El Sí de las Niñas, la sátira de costumbres españolas hacia los  comienzos del siglo XIX, por Leandro Fernández de Moratín, como punto de partida para una de las costumbres más exasperantes de los argentinos de la actualidad. Argentina es el país del "no".

Quiero un helado de ...  Ese sabor no lo tenemos.

Vengo a buscar mis pantalones. No están listos.

No, no, no. No les importa que decirme "no" me hace decidir que nunca más volveré a gastar mi dinero en su negocio. Son empleados y prefieren no trabajar a fijarse si están los pantalones (estaban) o ponerse a verificar si de ese sabor hay (no había).

O son dueños del boliche y saben muy bien que en la calle comercial, todo el mundo cobra una tajada emocional con la negación. Es como un impuesto social por el mero hecho de habitar la República Argentina.

Si estás, cagaste. Nada funciona, falta de todo y a nadie le importa.

¡Cuánto más grato sería tratar con negocios que facilitan las compras, que hacen del gastar un placer, cuya atención invita a volver! Eso es lo que hacen en los países adelantados (por algo son ricos).

Pero para Argentina, eso es del año verde.

Buenos Aires, Ciudad Féliz

Hace dos años, de regreso de un viaje, caí en una reflexión rara, quizás influenciada por la falta de oxígeno a las altitudes de vuelo. ¿Por qué no hay mesas de inspección a la salida del los aviones, para proteger al mundo de las fechorías de los pasajeros? Nunca me imaginé que los porteños habían solucionado el problema.

Efectivamente, para salir a la calle en la mayoría de los edificios de Buenos Aires, hay que abrir un cerrojo. De esta manera, quedan protegidos del posible terror que podría llegarles a infligir un residente que sale de su domicilio, los taxistas, los vendedores de chucherías, los mendigos y linyeras, los y las policías, los porteros aburridos y demás habitantes de la ciudad.

Y así se vive en una ciudad féliz. ¿O no?

Claro, como sucede en los aviones, siempre hay un loco con una bomba. Más comunmente hay montones de transeúntes de mal humor que te arrollan y echan a la acera justo cuanto viene a todo galope un colectivo 59.

No hay seguridad perfecta en este mundo. Pero no es por falta de intentarlo, ¿no es cierto, porteños?

martes, 12 de enero de 2010

Treintitantos, Trescientos y Pico

Quisiera retomar una frase que me ofreció un amigo acerca de la coyuntura argentina. Preguntó: ¿cómo es posible que haya hambre en un país de 30 y tantos millones de habitantes, que produce suficiente comida para 300 millones de personas?

Cuando le repetí la frase a una amiga francesa que jamás ha pisado Sudamérica me dirigió la pregunta a mi, como si hubiera un respuesta sencilla y yo pudiera articularla.

La Argentina efectivamente tiene unos 39 milliones de habitantes según las últimas estimaciones y produce carnes, granos y otros productos alimenticios que bastarían para 300 milliones y pico -- más o menos la población de Estados Unidos o de la Unión Europea.

Winston Churchill detuvo la mano de Franklin Roosevelt, por allá por 1944, cuando el mandatario estadounidense pensaba echarle en cara a la Argentina su neutralidad en lo que ya se llamaba la Segunda Guerra Mundial. La Argentina -- le escribió Churchill -- proporcionaba al Reino Unido la mayoría de sus alimentos, el 80 por ciento si no recuerdo mal, lo que el afamado primer ministro consideraba "la mejor contribución que podría hacer al esfuerzo bélico".

Según un informe reciente, en la Argentina unos 13 millones de personas, o sea casi exactamente 1 de cada 3 argentinos, vive en "pobreza extrema," que incluye la insuficiencia alimentaria o, en claro, el hambre.

Volviendo a mi amiga francesa, me preguntó si será la corrupción. Los europeos viven con los ojos puestos en Africa, donde venden armas y extraen petroleo, diamantes, oro y otros recursos naturales; lo común en muchos países africanos es que el dictador de turno y su familia se morfe todas las entradas del país.

Y, si, hay corrupción política en la Argentina. Pero yo diría que no es sólo a nivel de gobierno, sino a nivel social. A lo que me refiero es que la sociedad, en general, se halla en un estado de corrupción inédito en la historia argentina.

Yo he podido preguntar en reuniones sociales donde la mayoría practican las profesiones liberales, cuántos pagan impuestos, sin que uno atine a levantar la mano. Habrá alguno que cumple su contribución fiscal entre ellos; pero se ha llegado al punto de perversión social que nadie se anima a admitirlo.

Es decir, hablando mal y pronto, cagarse en el prójimo es la norma social. El que no llora no mama, y el que no afana es un gil.

martes, 5 de enero de 2010

Oro

Se termina un libro que recogí atraído esencialmente por su subtítulo "la Argentina que me duele". Me topé con el volumen por mera casualidad en una librería al deambular, hacia fines de diciembre, por la calle Florida en Buenos Aires. Su autor me era completamente desconocido.

Más familiar, por supuesto, me era, y es, esa Argentina que me duele. No me es tan conocida, cotidiana o íntima como para los que viven y siempre han vivido allá. Pero al que pasó en tiempos que hoy son de ñaupa parte de su infancia y adolescencia allá, al que sigue siendo esencialmente extranjero en todos los países, pero es hijo de patricios de, e inmigrantes a, la Argentina: que la Argentina duele, duele.

¡La Repúuuuuuuuuu ... blica Argentina!

Ahora caigo en que el autor de este libro, "Radiografía de mi País", un tal Oscar González de Oro, señor para mi era muy conocido en su casa a la hora de comer, ni toma radiografías, ni se apena mucho por su país en lo que esencialmente es un intento fallido de autobiografía.

Se autodeclara "pintón" y "amigo" de ministros de estado de varios países, a los que puede llamar en cualquier momento para pedirles favores triviales. Malgasta tinta y papel para contarnos sus encuentros fugaces con luminarias que, muy convenientemente, han fallecido (Perón, Borges, Cortázar) y no pueden desmentir lo sucedido, en el remoto caso que tales roces casuales fueran siquiera memorables.

Yo también me creo pintón cuando no me miro del cuello para abajo. Una vez, en 1959 en Washington, estreché la mano de Fidel Castro. Decían mis padres que antes del '55 Perón me tuvo en brazos cuando yo tenía dos años y que "conocí" a Einstein en Nueva Jersey en 1950 y pico.

No obstante, me atrajeron al libro las primeras 50 y tantas páginas, al descubrir que González de Oro tuvo una serie de experiencias desdichadas en la niñez muy, pero muy semejantes a la mías. Y su confesión temporariamente me emocionó.

Creí que al fin daba con alguien que entendía todo mi pesar. Pensé que descubriría en las páginas restantes la respuesta a la pregunta insinuada en el subtítulo: ¿por qué me duele la Argentina y qué remedio hay para curarse del mal?

Iba hacia una desilusión en la que hubiera aterrizado perfectamente bien (los aterrizajes son choques controlados), sin la perorata catédratica de una parienta lacaniana que, por razones pseudo-ideológicas a las cuales hizo vagas alusiones, padece una fobia cuyos síntomas afloran con la mera mención del nombre del autor.

Tomá, mujer: González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro.

Comienzo, eso si, a entrever a la Argentina que me duele.

En ese país, algunos confunden su raso alfabetismo con la pasta literaria, otros confunden "ser leidos" (pronúnciese "ei" como diptongo, a lo gaucho) con la sabiduría.

Es un comienzo. Propongo explorar más en futuras entregas. Hasta entonces, despídome atentamente, mi estimado lector.