Se termina un libro que recogí atraído esencialmente por su subtítulo "la Argentina que me duele". Me topé con el volumen por mera casualidad en una librería al deambular, hacia fines de diciembre, por la calle Florida en Buenos Aires. Su autor me era completamente desconocido.
Más familiar, por supuesto, me era, y es, esa Argentina que me duele. No me es tan conocida, cotidiana o íntima como para los que viven y siempre han vivido allá. Pero al que pasó en tiempos que hoy son de ñaupa parte de su infancia y adolescencia allá, al que sigue siendo esencialmente extranjero en todos los países, pero es hijo de patricios de, e inmigrantes a, la Argentina: que la Argentina duele, duele.
¡La Repúuuuuuuuuu ... blica Argentina!
Ahora caigo en que el autor de este libro, "Radiografía de mi País", un tal Oscar González de Oro, señor para mi era muy conocido en su casa a la hora de comer, ni toma radiografías, ni se apena mucho por su país en lo que esencialmente es un intento fallido de autobiografía.
Se autodeclara "pintón" y "amigo" de ministros de estado de varios países, a los que puede llamar en cualquier momento para pedirles favores triviales. Malgasta tinta y papel para contarnos sus encuentros fugaces con luminarias que, muy convenientemente, han fallecido (Perón, Borges, Cortázar) y no pueden desmentir lo sucedido, en el remoto caso que tales roces casuales fueran siquiera memorables.
Yo también me creo pintón cuando no me miro del cuello para abajo. Una vez, en 1959 en Washington, estreché la mano de Fidel Castro. Decían mis padres que antes del '55 Perón me tuvo en brazos cuando yo tenía dos años y que "conocí" a Einstein en Nueva Jersey en 1950 y pico.
No obstante, me atrajeron al libro las primeras 50 y tantas páginas, al descubrir que González de Oro tuvo una serie de experiencias desdichadas en la niñez muy, pero muy semejantes a la mías. Y su confesión temporariamente me emocionó.
Creí que al fin daba con alguien que entendía todo mi pesar. Pensé que descubriría en las páginas restantes la respuesta a la pregunta insinuada en el subtítulo: ¿por qué me duele la Argentina y qué remedio hay para curarse del mal?
Iba hacia una desilusión en la que hubiera aterrizado perfectamente bien (los aterrizajes son choques controlados), sin la perorata catédratica de una parienta lacaniana que, por razones pseudo-ideológicas a las cuales hizo vagas alusiones, padece una fobia cuyos síntomas afloran con la mera mención del nombre del autor.
Tomá, mujer: González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro, González de Oro.
Comienzo, eso si, a entrever a la Argentina que me duele.
En ese país, algunos confunden su raso alfabetismo con la pasta literaria, otros confunden "ser leidos" (pronúnciese "ei" como diptongo, a lo gaucho) con la sabiduría.
Es un comienzo. Propongo explorar más en futuras entregas. Hasta entonces, despídome atentamente, mi estimado lector.
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