lunes, 22 de noviembre de 2010

Familia

Por mucho que mi niñez y la gente que habla de aquello de Dios-Patria-Hogar me han hecho odiar la palabra "familia," celebrar el casamiento de mi hijo mayor este fin de semana culminó con una experiencia de amor familiar, tal como nunca había sentido. El odioso instincto tribal estuvo ausente y en su lugar se hizo sentir el amor que los demás prodigaban a quien he amado desde el día en que nació.

Amar a un niño es, en el fondo, narcisista. Un descendiente comienza su vida cargado del depósito de deseos que uno no ha podido llevar a su realización. ¡Se remontará en vuelo en todo aquello en lo que apenas he logrado dar unos saltos!

Y, no obstante, un niño, sea de la sangre de uno o de otro, en el hogar o en el aula, o en cualquier otro contexto en el que un niño suele depender de un adulto, con todas las exigencias irracionales y unilaterales que los niños suelen emitir casi sin querer, resulta ser la primera lección de amor, del desprenderse de uno mismo para otro, y no por deber sino por placer.

¿Qué adulto no muere con una sonrisa si es para salvar la vida de un niño? Es la esencia de la especie humana, a veces dura y feroz.

Matamos muchas otras especies para comer, vivir, incluso por deporte. (Y no se engañen, vegetarianos, las verduras y las frutas son también especies vivas que matamos.) Y de ahí pasamos al tribalismo, el totemismo, al egoísmo de grupo y a la guerra: mi gente es mejor que la tuya, mi familia merece más que la tuya.

Aún si la familia humana se pierde en el conflicto que se considera necesario para sobrevivir, no hay duda de que el placer de verse criado y protegido por la familia, el clan, la nación y aún la unión planetaria, puede resultar expansiva y pacíficadora. Esto es lo que llegué a apreciar este fin de semana.

1 comentario:

SILVINA SAÁ dijo...

BRILLANTE , BRILLANTE Y BRILLANTE!!!!!