En un foro de discusión en el que se ha discurrido sobre mi última entrega, he caído en la cuenta de que, si bien la condición humana es de fondo solitaria tenemos la opción, en un mundo de 6 mil millones de habitantes, de interrumpirla.
Es decir, si bien los lazos idealizados por la religión y el sentimentalismo popular son un espejismo, hay beneficios en el derecho al roce humano (si, malpensados, también en eso). Pero en el mundo de los individuos, como en el de las naciones, navegamos en aguas internacionales, transitamos una jungla moral en el que la supervivencia es una lucha.
Toda interrupción a la soledad es meramente eso.
Y las relaciones son, como entre las naciones, pactadas, si no se quiere guerra ... (y no hablo de la otra, malpens), inclusive aquellos encuentros que no superan la escasa intimidad de un intercambio con el cartero. Hay un protocolo, acuerdos de coincidencias, tratados comerciales, etc.
En el fondo volvemos a lo dicho, mientras podamos ejercer la soberanía somos seres soberanos, distintos, solitarios. Tenemos la opción de interrumpir la soledad y cada vez que lo hacemos, nos exponemos a las consecuencias.
Lo importante es no caer en la ilusión que el mare magnum de gente que puede rodearnos en un momento u otro, ya sea por el accidente de familias grandes, o por ser miembro de un sindicato, o por lo que sea, constituye una realidad inexorablemente independiente, una suma vectorial que es más que el total de los individuos.
La sociedad y las leyes intersoberanas que aceptamos, o que se nos fuerza aceptar, son perecederas. La comunidad no existe. Es un espejismo temporario. Claro, el espejismo mayor es el de la vida, un período brevísimo en el que adquirimos conciencia, la malgastamos y luego volvemos al sueño eterno.
Cuando uno levanta estas realidades uno se topa con la protesta que es en realidad el temor a la muerte. Hay que tener la valentía de ver la cosa como es para ser como somos y por lo menos disfrutar el derroche de vida.
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