Apenas había terminado de pulir mi entrega sobre el quehacer de las imágenes verdaderas de uno mismo, convencido de ser un plácido investigador de la sabiduría, cuando una conocida declaró que mi temperamento es de temer y mis respuestas hipersensibles. ¿Somos como nos vemos o como nos ven los demás? ¿Cuál imagen de uno es el la verdadera, la válida que elimna a las demás?
Hay varias respuestas.
Mi respuesta inicial es que sólo yo sé que pienso al escribir o hablar, o al ponerme en acción. Por lo tanto, la imagen que yo formo de mi mismo es la verdadera, es quien soy.
Me interpela una amiga que, por el contrario, realmente no sé quien soy. Mis intenciones reales se hallan ocultas en las predisposiciones genéticas y el inconsciente. El mejor dictamen de quien soy lo pueden dar sólo quienes observan mi comportamiento. Si cinco personas me juzgan ser X, aún cuando proteste desde mi fuero interno que soy Y, en realidad soy X.
Otra voz dice: ni unos ni otros, el uno mismo verdadero sólo lo ve un terapista. La fuente es, adivinará el lector, es terapista (pero no mi terapista; no tengo, aunque quienes piensan que debería tenerlo). Substituyamos “terapista” por alguien a que investimos con el potencial de ayudarnos a discernir quiénes realmente somos y lo que realmente deseamos hacer y ser en nuestras vidas.
Tres opciones. Tres puertas. ¿Cuál es la correcta?
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