24 de diciembre del 2009. - En Ezeiza se me acerca un hombre flaco pero fornido. La cara me es vagamente conocida, la voz dice mi nombre y caigo en que es un primo al que no veía desde ... y, él tendría unos 13 años por aquél entonces. Tendrá ... 49 me entero.
Y así comienza un paseo de unos nueve días en aquellos pagos.
Primeras impresiones en Ezeiza: hay cambios cosméticos. Las casillas de migraciones están numeradas y hay un cartel electrónico que debe indicar la casilla disponible. Pero el indicador no funciona; apunta a una casilla donde no hay un funcionario. Y no cambia cuando avanzan los pasajeros a nuevas casillas.
He llegado a la Argentina, donde nada funcionará como debe. ¿Para qué variar?
El antiguo edificio central está desvencijado, abandonado, como si hubiera habido una guerra que recién terminó. He llegado a la Argentina, donde sobrarán sitios abandonados, dejados a la buena de Dios.
Mi primo habla y camina rápido. Mete las valijas en su coche y nos largamos a una carretera con barreras laterales desvencijadas, pasto crecido en el medio y una cabina de peaje. Para cobrar ¿qué?
Hay baches, el perenne panorama de miseria. Pero las villas parecen más grandes, sus viviendas ya no son chozas de lata sino de ladrillos; hay un aire de pobreza sin fin y sin salida.
Pasamos por las afueras de Buenos Aires, mucha ruina, mucho edificio chueco. Llegamos a La Plata, ciudad planificada en los 1880, de chalecitos y edificios públicos de márbol. Todo arruinado también. Me da vergüenza que mi compañera gringa vea las cosas así.
Nos rescata la madre de mi primo, prima ella también, quien entrelaza sus saludos con conversación sobre Kant. Estoy entre los míos, gente que habla de libros, gente que sabe sobrevolar el entorno tremendo que los rodea.
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