Al desdeñar las observaciones del mandatario venezolano Hugo Chávez en la Asamblea General de ONU como exceso retóruico, muchos se pierden la lección del momento.
Hay que leer el discurso entero -- no solo lo que dijo sobre el "diablo" George Bush. Chávez demuestra con maestría lo bien que entiende a Estados Unidos y lo poco que EE.UU. lo entiende a él.
Refiriéndo a la frase de Bush que “mi país desea paz,” Chávez indicó: "Eso es verdad. ¿Si caminamos en las calles del Bronx, si caminamos en Nueva York, Washington, San Diego, en San Antonio, San Francisco, y les preguntamos a individuos, a los ciudadanos de los Estados Unidos, ¿qué desea este país? ¿Desea paz? Dirán sí."
Asimismo el discurso también cómo la postura del gobierno estadounidense frente a Chávez ha galvanizado totalmente ala Liga Arabe, las naciones latinoamericanas e incluso a Europa en un bloque tan agobiado por EE.UU. que han expresado apoyo a Venezuela en su intento de ganar un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU -- todo para irritar a la delegación de los EE.UU.
Lo raro del asunto es que Venezuela, que por años fue poco más que la chacra latinoamericana de los Rockefeller, había tenido gobiernos que históricamente fueron los aliados de los EE.UU. más consecuentes en su región. Bien manejado, el país habría podido seguir siendo bastante cercano, incluso bajo Chávez.
El problema es que el círculo que dirige la política externa de los EE.UU. no se digna aceptar un amigo tibio si puede ganarse un enemigo fogoso.
La saga de la Venezuela de Chávez recuerda al país de otro apasionado enemigo de Estados Unidos, el Irán del Ayatollah Ruholla Khomeini -- así como hace pensar del Afganistán de Osama bin Laden y el Iraq de Saddam Hussein, ambos países aliados que se han convertido en campos de batalla.
Éstos son los el frutos del trabajo de los diplomáticos del Departamento de Estado y sus colegas espías en las oficinas centrales de la CIA en Langley, Virginia -- no los logros de adalides de la guerra santa musulmana.
Irán era un reino pacífico y pro-occidental a comienzos de los años 50, cuando un primer ministro nacionalista de impulsos democráticos, Mohammed Mossadegh, nacionalizó lo que entonces era la Anglo-Iranian Oil Company (más adelante a British-Petroleum y ahora simplemente BP).
En una jugada que vista años depués contiene una deliciosa ironía, la CIA pagó a iraníes para que, disfrazados de clérigos musulmanes, crearan disturbios y dieran pie al golpe de estado de 1954 que instaló al Shah Mohammad Reza Pahlavi. El Shah secularista modernizó la industria pero se mantuvo en el poder hasta 1979 gracias a la policía secreta SAVAK, que poco debe haber necesitado aprender de la CIA sobre tortura en las clases que la agencia de espionaje estadounidense organizó.
Sin la nefasta influencia de los hermanos John Foster y Allen Dulles, que dirigían el Departamento del Estado y la CIA respectivamente hacia 1954, Irán parecía inclinarse hacia el desarrollo de una democracia parlamentaria influenciada, eso si, por la cultura islámica local. En lugar de lo que podría haber sido un interlocutor de cierto aplomo independiente pero amigo, 25 años de angustia en el exilio crearon un Irán bajo el poder de mullahs y ayatollahs dedicados a la reivinidcación del tradicionalismo musulmán medieval y la guerra santa.
¿Qué los impulsó hacia el extremismo? La indiferencia estúpida del gobierno de los EE.UU. hacia las sutilezas culturales y su desdén hacia la democracia ajena. En 1954, Irán hubiera salvado su orgullo con la posesión del petróleo; hoy quiere armas nucleares.
¿Serán Muqtada al-Sadr, el clérigo rebelde de Iraq, u Osama bin Laden los que resulten beneficiados por armas nucleares iraníes? No está en los intereses del gobierno de Teherán proporcionarles tales armamentos.
Pero entre la no muy diplomática embajada estadounidense y los torturadores en la CIA seguro que darán con la fórmula para irritar a Irán lo suficiente para que se preste a ayudar a nuclearizar quien sea.
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