En el retiro anual requerido de los jesuitas, Ignacio de Loyola propuso que la primera semana se dedicara a la contemplación de las consecuencias del pecado, incluso aquellas después de muerte. Vino esto a la mente esta mañana al comenzar a escribir mi propia nota necrológica.
Lo primero que le llamará la atención al lector, si lo intenta, es que uno no sabe cuándo sucederá. No se puede poner a que edad moriste, o donde, o cual fue la causa de la defunción.
¿Morirás a los 59 como tu padre, o los 90 como tu abuelo? ¿Estarás en tus sueños o estará tu cuerpo atado a una docena de máquinas en un recinto antiséptico? ¿Estarás cerca del vecindario familiar donde pasaste la mayor parte de tu vida, o aún quizás donde creciste para arriba, o sucederá lejos?
La segunda incógnita, especialmente para aquellos muy famosos a la hora de comer, es en qué te habrás destacado.
¿Te conocerán por el trabajo que llevaste a cabo por 20 años? ¿Por alguna frase tonta que ni recuerdes? ¿Y si no has hecho tu gran obra todavía? ¿Descubrirás algo, conquistrás alguna cima de montaña, alcanzarás a agregar algo al conocimiento o a la experiencia colectiva de la humanidad?
Son preguntas graves para quien ha pasado la mejor parte de tres décadas escribiendo en estilo de la pirámide invertida: se presentan los hechos más importantes y básicos al principio y luego los detalles. Es el estilo clásico del periodismo.
Pero ¿qué pase si no sabemos cuál es el hecho más importante? Sin gancho, la crónica se nos derrumba.
Si entre hoy y el día en que mueras lográs curar el cáncer, logro sobre el que no tengo la menor pista, cualquier obituario que bosquejes hoy es inútil. Claro, si uno logra curar el cáncer, todos los periódicos del mundo pagarán los mejores prosistas para que escriban tus loas a la hora de tu muerte.
Para la perspectiva más probable, sin embargo, queda la misión imposible de escribir la necrología propia. En el mejor de los casos uno puede bosquejarlo y sugerir los hechos agregará otro.
A esta altura es que surge otra idea. Con tal que no estés postrado en cama (aunque Robert Louis Stevenson escribió Secuestrado! en cama), sigue siendo posible realizar el hecho u hechos que quisieras ver en tu obituario.
De mi parte, diría que dudo que llegaré a presidente de los Estados Unidos (aunque, tómese nota, he llegado a presidente -- de empresa -- en los Estados Unidos). En cuanto a la curación del cáncer o las medallas olímpicas, lo veo más turbio aún.
A mi edad, es más probable que haya hecho y alcanzado todo lo notable que alcanzaré.
No es exactamente cierto que haya alcanzado el punto medio cronológico de mi vida. La persona más vieja que pude encrontrar es María Capovilla, del Ecuador, nacida el 14 de septiembre de 1889, lo que significa que hoy tiene 116 años. Me quedan unos añitos hasta el punto medio de esa vida.
De todos modos, la probabilidades van en contra mía: las mujeres viven más años que los hombres.
Y en todo caso, no puedo imaginarme que tendré la capacidad de escribir una gran novela en los próximos 20 años, especialmente siendo que no la he tenido en los 20 años pasados, que fueron mucho más vitales.
Al lector más joven, una advertencia: este juego de la vida se juega más rápido de lo que uno piensa.
Lo que nos queda por alterar posiblemente es nuestra necrológica privada. Me refiero al obituario escrito en los corazones de los que nos han conocido.
Algunos (¿cuántos?) no estarán de luto cuando yo muera, sino que se regocijarán. Otros se asombrarán que no había muerto ya. Muchos nunca descubrirán que he muerto. Quedaré solo en la memoria de los que me han tenido que aguntar, como pueden ser mis hijos.
¿Qué dirá la nota necrológica en sus corazones?
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