Iba a mantener silencio ante el quicuagésimo aniversario de ese viernes sombrío de 1963. Pero un amigo bloguió y muchos otros bloguearon, y muchas de las cosas que se dijeron fueron las idioteces de siempre.
Yo estaba en la Casa Rosada, en Buenos Aires, esa tarde del 22 de noviembre de 1963. Mi clase de quinto grado había ido de paseo educativo al palacio presidencial argentino.
Nos mostraron el salón este, el salón aquél y el salón de más allá. Hasta pudimos entrar a la oficina del presidente, que estaba tomando su siesta. Algunos de mis compañeros pidieron sentarse en la silla pero no los dejaron.
Fue entre un salón y otro que un funcionario se encaminó a otro y le dijo en voz que mis compañeros escucharon mejor que yo,
- Señor Morales, hay que despertar al presidente. Le han disparado a Kennedy.
Escuché la primera frase. Me llamó la atención por el apellido. El mío, pero nada que ver, asi como el primo Evo es buen muchacho, pero si es pariente es muy distante.
La segunda frase la escucharon mis compañeros quienes se apresuron a decírmela. Nacido en Nueva York de padres diplomáticos argentinos, yo era el "yanqui" de la clase. Estaba harto de las bromas, a veces pesadas, relacionadas con mi país natal y les dije que se dejaran de jorobar (quizás usé la otra palabra con jota).
Pero no, insistieron.
Por motivos obvios, se dio por concluída la visita a la Casa Rosada. Los chicos seguían con el cuento de Kennedy y yo en la negativa hartanza de sus chistes. El ómnibus del colegio se detuvo en una esquina para que uno de los maestros se bajara a comprar un diario vespertino.
El maestro lo compró, subió al ómnibus y nos mostró el titular: KENNEDY ASESINADO.
No quería creerlo. No podía ser.
Yo había estado en el palco diplomático ese 20 de enero nevado y frígido de 1961 cuando el primer presidente católico (ídolo de las monjas de mi escuela en Washington) hizo su juramento.
Yo había estado, en un momento, como a cinco pasos de Kennedy. No le hablé ni le di la mano pero lo vi relativamente cerca, en lo que luego se denominó "en vivo y en directo". Respiramos el mismo aire ártico.
A mi edad no entendía por qué mis padres le decían "joven". Era lo que un chico de casi 9 llama "viejo".
Ya a los 11 comprendía el chiste latinoamericano acerca de uno de los programas de Kennedy, del que se decía que la Alianza Para el Progreso realmente para el progreso. Años después me llegaron detalles de algunos aspectos de incompetencia y otros de malicia.
Pero el 22 de noviembre aquél yo era un inocente, como todos éramos. Esa tarde perdimos la inocencia y las reacciones fueron típicas.
- ¡Son los comunistas! - dijo mi abuela italiana, calladamente fanática todavía de su adorado Duce.
- ¡Son los alemanes! - dijo el pedicuro de mi madre, que era judío.
- ¡Es Wall Street! - se habrá dicho en grupos izquierdistas que yo no conocía.
Y en los años que siguieron toda esa inocencia perdida fue desquiciando la esperanza que teníamos de un mundo mejor. Y hoy solo nos queda la pregunta sin respuesta: ¿cómo habrían resultado las cosas sin esas balas en Dallas?
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