Acabo de terminar Formas de Volver a Casa, de Alejandro Zambra, quien escribe acerca de una niñez más o menos acomodada bajo Pinochet y no le hallo la agudeza de Eduardo Sacheri en La Pregunta de sus Ojos sobre la época paralela bajo Videla y compañía.
Y no es cuestión de nacionalidad porque, aunque las dictaduras argentina y chilena fueron distintas, se inspiraron en los mismos lemas y ejercieron el desgobierno con los mismos fines.
Ni es una cuestión de generación: tanto Sacheri como Zambra fueron demasiado chicos para poder apreciar lo que sucedía con ojos de adulto, pero el primero logra llegar al meollo del asunto de soslayo, mientras que Zambra cae en un infantilismo ombliguista.
La idea de Zambra peca de falta de originalidad.
You Can’t Go Home Again, de Thomas Wolfe, es la novela clásica sobre el adulto joven que se enfrenta al problema universal de la niñez y la inocencia perdidas. En esta, su novela póstuma publicada en 1940, el escritor, enmarca, en su pérdida del Edén en las décadas de 1920 y 30, el auge y quiebra de Wall Street y la respuesta nazi a la crisis del capitalismo.
En Zambra, la realidad social y política es difusa y poco obvia. Al máximo su narrador protagonista cuestiona por qué sus padres no fueron opositores. Es un niño que no comprende, que vive en las tinieblas de lo que los mayores no le cuentan y que, de narrador adulto es, un separado más que va de mujer en mujer sin saber por qué ni cómo y sin realmente amar a nadie más que a su infancia.
Es más, la técnica de Zambra de insertar en medio de su narrativa al novelista es un recurso barato y gastado, de tan escasa originalidad que no hay un ejemplo de la multitud que se destaque como modelo. Para mí es un artificio tecnico que denota el agotamiento de la literatura y del escritor. Ya no tiene nada más que agregar y empieza a hablar de su proceso “creativo”. ¡Por favor!
Zambra me recuerda a un sinfín de chilenos exiliados que conocí en Europa y Estados Unidos esos años, todos supuestamente más socialistas que Allende y mucho más “proletarios” que yo a pesar de sus quehaceres intelectuales. Y a diferencia de los argentinos, entre quienes existían los recelos individualistas y partidarios de siempre, los chilenos actuaban como una Mafia en una variedad de organismos internacionales y de producción intelectual colocando compratriotas en cuanta “pega” apareciese.
Lo de Chile tampoco fue como lo de la Argentina: una vorágine de violencia que desembocó en la barbarie. Pinochet asumió con aplomo el estado de “seguridad nacional”, que el mismísimo Don César Augusto había delineado en un artículo en la publicación castrense Estrategia en 1965.
En Chile se hizo una clásica razzia paramilitar en 1973 y 74; mataron fácilmente unos 3.000 en ese primer golpe brutal. Y de ahí se gobernó a base de un terror inspirado pero poco practicado y sin la larga secuela de decenas de miles de desaparecidos de la Argentina; para los que se resistían, se optó por el exilio interno o externo.
Claro, tanto en Chile como en Argentina, la mayoría de la población no vivió los estragos de los regímenes aparte de la censura, la proscripción política, el cierre de procesos legislativos y el temor constante a decir cosas airadas en voz alta.
Aún cuando sea probable que hayan secuestrado, torturado y muerto secretamente en la Argentina a unos 30.000 de entre una población de 26 millones, esto no representa a más del 0,1% de la población, la mayor parte concentrados en la juventud militante de clase media.
Como puntos de comparación se pueden ofrecer los 6 millones asesinados sistemáticamente en 1933-45 por el régimen de Hitler frente a los 80 millones de habitantes de Alemania en 1940, un 6,25% de la población, o de los 168 millones de soviéticos en la misma época dentro de las fronteras de 1939, los 24 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial, un 14,24% de habitantes.
Que haya muerto uno, que haya perecido la democracia son ambos hechos trágicos. Pero merecen novelas mejores que la de Zambra, que ni siquiera llega a ser una masturbación mental, sino que es una queja plagiada de quien no tiene qué decir.