Tenía dos razones para aplaudir, en noviembre de 1970, la elección de Salvador Allende, socialista, elegido democráticamente presidente de Chile. Pero al fin y al cabo, ninguna de las dos salieron como esperaba, en gran parte a partir de lo que los estadounidenses llamarían el "otro" 11 de septiembre : el del golpe de estado de Chile en 1973, hace cuarenta años hoy.
Mi primera razón era la idea de que la elección de un socialista en América Latina, donde había vivido durante ocho años, daría pie a profundos cambios sociales que se necesitaban, pero de una manera pacífica. Esto silenciaría dos grupos de detractores del día.
En una esquina estaban eran los que pensaban que para defender la democracia valdría la pena aguantar, solo de manera "provisoria", alguna que otra dictadurita apoyada por intervención militar de EE.UU., ya sea abierta o encubiertamente. Según esta manera de pensar, la democracia residía en el corazón de la civilización occidental cristiana, la cual se veía sitiada por las hordas de rusos ateos.
Yo me pensaba occidental y democrático, era cristiano al punto de coquetear con la idea de entrar a cura y actuaba de manera civilizada gracias a la cancillería que en mi cabeza me indicaba qué tenedor usar y a quién sentar donde. Rusia se me aparecía como una sociedad bruta y fofa con un alfabeto raro; su comunismo sería bueno en principio, pero el ateísmo era malo, ¡siempre!
No obstante, eso de extranjerizar y de dictadores no me convencía.
Por el otro lado estaban los que estaban dispuestos a lograr cambio a cualquier precio. Eran los que soñaban con ríos de la sangre de los opresores que correrían por las calles hasta que los desheredados lograran reclamar su partida de la generosidad de la Tierra y de lo que de ella forjaran con sus músculos de trabajadores.
También me atraían. Había tutelado a niños en las barriadas sucias y malolientes de Buenos Aires que se llamaban muy apropiadamente "villas miserias". También me había ofrecido de voluntario en algunos distritos industriales bastante amenzantes al forastero para enseñar (¡de todas las materias inútiles, el Inglés!) a hombres rudos provenientes de un mundo sudoroso de maquinarias, fábricas y sindicatos que me era ajeno. ¿Por qué tanta desigualdad social y cómo ponerle fin?
En aquellos días los vientos de cambio ¿se acuerda?
Me había conmovido hasta las lágrimas de lectura de La Madre de Maxim Gorky, quien esbozó personajes revolucionarios que distribuían Biblias a los obreros como texto de toma de conciencia. Y no faltó la carta de los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín un año antes, que prácticamente había bendecido lo que algunos llaman "la revolución cristiana".
Pero claro, no tragaba la revolución violenta, ni la famosa "dictadura del proletariado", que seguramente terminaría siendo de todo menos eso; esas no podían ser las semillas de un mundo mejor.
Fue entonces que los chilenos tuvieron, en 1970 con Allende, la audacia de cuadrar el círculo. Esos chilenos votaron (¿qué más pacíficamente democrático que eso?) por un socialista (que seguro traería cambios profundos de los que no me quedaba la menor duda se necesitaban).
El lector se estara preguntando acerca de mi segunda razón para celebrar. Una cosa tonta. Había un burócrata internacional que a mi modo de ver había actuado mal con mi familia. Era chileno, no socialista (creo que democristiano, pero no me consta), y yo calculaba que no se llevaría bien con la gente nueva en Santiago y su carrera iría en picada.
Me equivoqué en ambos casos.
Allende fue bloqueado a cada paso (aunque para ser justos, su simbolismo fue a veces un poco ingenuo) y murió luchando contra el ejército chileno, cuyos uniformes prusianos en esa época le daban a Santiago un aire de escenario de Hollywood para una película de la Segunda Guerra Mundial.
El general que le siguió ya había acuñado en 1965 el nombre de una nueva forma de gobierno, "el Estado de Seguridad Nacional", algo como un régimen marcial, que habrá tenido alguna inspiración occidental, pero de civilización o cristianismo, nada. Este tipo de régimen terminó desplazando, con beneplácito estadounidense (¿se acuerdan de Nixon y Ford? ), a las endebles democracias de la Argentina, Uruguay, Perú, Bolivia y Ecuador; luego en Centroamérica.
Y mi burócrata aborrecido se manejo fabulosamente en el
mambo política, tanto con Allende como con Pinochet. Los burócratas, como las
ratas, tienen un instinto de supervivencia feroz.
¡Qué bien que me resultó el cambio democrático pacífico! Y aquí estamos, 40 añosaños después.
Me pongo a pensar y solo atino en recordar un verso de la canción del Jorge Drexler "Al otro lado del río":
Sobre todo, creo que
no del todo no está perdido.
Tanta lágrima, tanta lágrima , y yo
soy un vaso vacío ...