En la década de los 1970 había una canción horrible "Atrapada entre dos amores", sobre un triángulo amoroso. Más común es un triángulo, o un cuerpo polifacético, de amores que abarcan el conjunto de sentimientos, pensamientos, hechos y dichos entre dos personas en una pareja romántica.
Desde que creí que los bebés aparecían milagrosamente cuando las mamás y papás se amaban (condición pegajosa y bochornosa en la que seguro que yo jamás caería), me hice ideas del amor congruentes con los hombres y mujeres célibes que fueron mis modelos.
El amor, como llegué a imaginar a mi manera monástica e hipereducada, entrelzaba a lo físico del sexo en el ágape evangélico que culminaría en el Omega Cósmico de Teilhard de Chardin.* Era algo pseudo-trinitario, el amor de dos personas tan real que era una tercera persona real.
De ahí la procreación. Es decir, la colaboración humana en el acto divino de la creación continua. La alianza carnal en la creación fue dirigida siempre a un tipo de amor que tiene una dimensión moral orientada al otro: un aspecto del tan difícil "ama a tu prójimo como a ti mismo".
Amar es desear ver a otra persona feliz en sus propios términos. Si de veras amabas a otra persona, estarías feliz por su felicidad aunque venga con alguien que no seas vos.
Empecé a comprender lo que es amar otro tanto, o más que, a uno mismo cuando tuve hijos. Fueron los primeros seres humanos por quienes habría dado mi vida sin vacilación. Fueron aquellos a los que les di mi tiempo y lo que he ganado, sin preguntas ni condiciones, hasta que supe que podían cuidar de sí mismos y vivir su vida sin pensar mucho en su viejo papá. Son los seres humanos que, a pesar de todo lo que les he dado, no me deben nada.
No he querido de esa manera en otro contexto. Si lo hubiera hecho, podría haber hecho más para muchos otros. Hubiera dado más de mí mismo y mis pertenencias, y demás.
No obstante, en el amor que amé hubo siempre una dimensión de darse. No me engañó que amé a toda mujer que me atrajo, ni me voy a engañar que haya sido el amante más desinteresado, aún en el amor verdadero. Hubo deseo, puro y sencillo; como lo ha habido en la institución del matrimonio, especialmente hasta finales del siglo XIX, con un tanto de presión social, otro tanto de comodidad y una pizca de amor romántico orientado al otro.
Todos esto se mezcla. Hacia el final de la novela de Hermann Hesse "Narciso y Goldmundo", dos amigos de la infancia se reencuentran después de haber pasado, por un lado una vida de oración y de entrega total, y en el otro de la búsqueda del placer pasional. El monje no se echa atrás cuando reconoce que su amigo ha labrado una imagen de la Virgen María a semejanza de la primera muchacha con cayó enamorado apasionadamente.
En el mundo fuera del monasterio las cosas son distintas.
En ausencia de dioses, o de una estructura moral trascendente, o confianza en nada ni nadie sino en mí mismo, soy un animal que trata de sobrevivir. El sexo es bueno: hace que el corazón se acelere, mejora la circulación, levanta los ánimos y perpetua la especie. He tenido hambre de sexo de cada flor que me lo ofreció.
Vagando este mundo uno se da cuenta que al fin la mayoría son animalitos amorales a los que todo es posible si sienta bien. En efecto, si sienta bien, debe ser amor. O quizás el amor es una poción para atrapar un cónyuge que tenga toda la mercadería que queremos adquirir, de modo que nos saquemos todos los gustos.
A la gente le gusta el emparjarse. Se casan por primera vez, segunda, tercera, cuarta y más si les da el cuero.
Pero puede que en todo esto haya un humor que pase por el deseo acalorado y lo que yo llamo glückenfreude (felicidad en la felicidad de otros). Una especie de amor cinematográfico que sea carnal pero amable, cortés, educado y capaz de unir recíprocamente dos pequeñas burbujas en una sola. Un amor que, si, tenga su elemento de egoísmo en la lucha por la supervivencia con alguien que en el fondo me entiende, y comprende mi sensación de estar perdido, de no pertenecer a ninguna parte, de querer desesperadamente a alguien que se aferre a mi y sea testigo de mi vida, mi placer y mi desesperación.
Claro, no es el amor concebido en el monasterio. No puede ser. El amor soñado en Hollywood es todo maquillaje y decorados y efectos especiales — como el fundido a negro.
Después de los créditos y la música de la película, comienza la vida real a pleno sol de media tarde, donde el amor escasea tanto que te perdono si te pensás que no existe.
* Guglealo